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Abstract
NOTA DEL AUTOR Que algunos de los narradores contemporáneos más conocidos, como Thomas Pynchon, Kazuo Ishiguro, Ursula K. Le Guin, Ian McEwan o E. L. Doctorow hayan dedicado historias a los androides de apariencia humana sólo puede sorprendernos si no entendemos que hablar de inteligencia artificial es hablar de inteligencia, y que explorar a los humanoides es una forma parabólica de abordar la angustia existencial del ser humano. Sí, los robots, con su apariencia de juguetes caros, son en realidad una forma de cuestionarse “las grandes preguntas” metafísicas, y de replantearse numerosas dudas; entre ellas no sólo en qué consiste la identidad, sino también qué procesos cognitivos son los verdaderamente humanos. El número de interrogantes que abre la tecnología, aplicada de manera íntima, constitutiva, al ser humano, es virtualmente infinito: ¿Es la emoción un tipo de pensamiento? ¿Es el pensamiento un tipo de emoción? ¿La función de las hormonas en algunos procesos neuronales viene a programar desde un punto de vista evolutivo las variables de la subjetividad? ¿Son el lenguaje y su forma literaria de escritura una especie de memoria externa de nuestro cerebro? ¿Son las factorizaciones de datos de los mecanismos artificiales trayectorias dependientes, como sugiere el científico cognitivo Andy Clark (2008), de los procesos silogísticos mentales? ¿Pueden llegar a ser realmente independientes en un futuro? ¿Seremos indispensables para las máquinas? ¿Somos indispensables para nosotros mismos? En el fondo, nos encontramos al mismo ser ancestral encogido al fondo de su cueva, aterrado mientras fuera suenan los truenos y le ciegan los relámpagos, preguntándose si verá la luz mañana. Las dudas son similares, sólo que las tormentas son ahora de datos y el miedo que nos acucia cobra la forma del “hiperobjeto” (Morton 2013) del cambio climático. Ser más humanos, ser demasiado humanos, dejar de existir: eso es todo, eso siempre fue todo.