{"title":"女孩木偶","authors":"A. Hontanilla","doi":"10.2979/chiricu.5.1.11","DOIUrl":null,"url":null,"abstract":"Copyright © 2020 Trustees of Indiana University • doi:10.2979/chiricu.5.1.11 Una noche, antes de sentarnos a la mesa, madre empezó a repartir trozos de queso. Es manchego y carísimo, dijo; una pequeña delicia, solo para privilegiados. Tenéis que probarlo, no vaya a ser que vuestras primas piensen que sois unas catetas de pueblo. Mi hermana Pipa y yo danzábamos inquietas alrededor de su falda. Lo cortaba despacio, calculaba las porciones, pero al llegar mi turno se le fue el cuchillo. Agarré mi trozo con entusiasmo. ¿Te lo vas a comer entero? Afi rmé con un gesto, sin apartar los ojos del queso. Es mucho para ti. Moví la cabeza de izquierda a derecha. Madre metió el queso entre dos rebanadas de pan y me dio el bocadillo. Lo cogí con las dos manos para que no se me cayera al suelo y me quité de en medio; no fuera a ser que madre cambiara de idea. Salí al balcón de la cocina que daba a un descampado. La noche estaba cerrada. A lo lejos, los ladridos de unos perros acompañaban el movimiento irregular de dos linternas encendidas. Eran los gitanos. Desde que la feria de atracciones se acabó, vivían en sus chabolas sin calefacción ni comida. Bajé la mirada y contemplé el queso. Pellizqué una esquina, lamí el trozo. Se me deshizo en la boca. Nunca había probado nada parecido: agrio y suave a la vez. Partí otro pedazo. Ya no era una cateta. Aunque no sabía lo que eso signifi caba, haber comido el queso me transformó de cateta en privilegiada. Mi madre así lo había dicho. Seguí masticando, pero después de cuatro mordiscos me sentí llena. El bocadillo era demasiado grande. Podría haber entrado en la cocina y habérselo devuelto a madre. Quizá darle la razón la habría encantado, pero mi temor era que me iba a embuchar el queso, como el alpiste a las palomas. Podría habérselo dado a mi hermana Pipa, que comía tres veces más que yo. Pero no lo hice. Me quedé en el balcón, escuchando los ladridos de los perros y absorta con el vaivén de las linternas. Pensé en los gitanos: ellos no comían queso de La Mancha; ellos jugaban detrás y yo delante de casa; ellos no tenían nada que comer. Arrojé con todas Niña marioneta","PeriodicalId":240236,"journal":{"name":"Chiricú Journal: Latina/o Literatures, Arts, and Cultures","volume":"5 1","pages":"0"},"PeriodicalIF":0.0000,"publicationDate":"2021-01-12","publicationTypes":"Journal Article","fieldsOfStudy":null,"isOpenAccess":false,"openAccessPdf":"","citationCount":"0","resultStr":"{\"title\":\"Niña marioneta\",\"authors\":\"A. Hontanilla\",\"doi\":\"10.2979/chiricu.5.1.11\",\"DOIUrl\":null,\"url\":null,\"abstract\":\"Copyright © 2020 Trustees of Indiana University • doi:10.2979/chiricu.5.1.11 Una noche, antes de sentarnos a la mesa, madre empezó a repartir trozos de queso. Es manchego y carísimo, dijo; una pequeña delicia, solo para privilegiados. 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Se me deshizo en la boca. Nunca había probado nada parecido: agrio y suave a la vez. Partí otro pedazo. Ya no era una cateta. Aunque no sabía lo que eso signifi caba, haber comido el queso me transformó de cateta en privilegiada. Mi madre así lo había dicho. Seguí masticando, pero después de cuatro mordiscos me sentí llena. El bocadillo era demasiado grande. Podría haber entrado en la cocina y habérselo devuelto a madre. Quizá darle la razón la habría encantado, pero mi temor era que me iba a embuchar el queso, como el alpiste a las palomas. Podría habérselo dado a mi hermana Pipa, que comía tres veces más que yo. Pero no lo hice. Me quedé en el balcón, escuchando los ladridos de los perros y absorta con el vaivén de las linternas. Pensé en los gitanos: ellos no comían queso de La Mancha; ellos jugaban detrás y yo delante de casa; ellos no tenían nada que comer. 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Niña marioneta
Copyright © 2020 Trustees of Indiana University • doi:10.2979/chiricu.5.1.11 Una noche, antes de sentarnos a la mesa, madre empezó a repartir trozos de queso. Es manchego y carísimo, dijo; una pequeña delicia, solo para privilegiados. Tenéis que probarlo, no vaya a ser que vuestras primas piensen que sois unas catetas de pueblo. Mi hermana Pipa y yo danzábamos inquietas alrededor de su falda. Lo cortaba despacio, calculaba las porciones, pero al llegar mi turno se le fue el cuchillo. Agarré mi trozo con entusiasmo. ¿Te lo vas a comer entero? Afi rmé con un gesto, sin apartar los ojos del queso. Es mucho para ti. Moví la cabeza de izquierda a derecha. Madre metió el queso entre dos rebanadas de pan y me dio el bocadillo. Lo cogí con las dos manos para que no se me cayera al suelo y me quité de en medio; no fuera a ser que madre cambiara de idea. Salí al balcón de la cocina que daba a un descampado. La noche estaba cerrada. A lo lejos, los ladridos de unos perros acompañaban el movimiento irregular de dos linternas encendidas. Eran los gitanos. Desde que la feria de atracciones se acabó, vivían en sus chabolas sin calefacción ni comida. Bajé la mirada y contemplé el queso. Pellizqué una esquina, lamí el trozo. Se me deshizo en la boca. Nunca había probado nada parecido: agrio y suave a la vez. Partí otro pedazo. Ya no era una cateta. Aunque no sabía lo que eso signifi caba, haber comido el queso me transformó de cateta en privilegiada. Mi madre así lo había dicho. Seguí masticando, pero después de cuatro mordiscos me sentí llena. El bocadillo era demasiado grande. Podría haber entrado en la cocina y habérselo devuelto a madre. Quizá darle la razón la habría encantado, pero mi temor era que me iba a embuchar el queso, como el alpiste a las palomas. Podría habérselo dado a mi hermana Pipa, que comía tres veces más que yo. Pero no lo hice. Me quedé en el balcón, escuchando los ladridos de los perros y absorta con el vaivén de las linternas. Pensé en los gitanos: ellos no comían queso de La Mancha; ellos jugaban detrás y yo delante de casa; ellos no tenían nada que comer. Arrojé con todas Niña marioneta