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Abstract
Hace unos años, cuando se debatió la actual Ley 26.150, uno de los argumentos que circulaba frente a quienes se oponían a ella era que educación sexual ha habido siempre y seguirá habiendo. Tácita o explícita, debatida socialmente o no, socialmente justa o responsable de producir oprimidxs y opresorxs, todxs hemos recibido y seguiremos recibiendo en la escuela y por parte de otras agencias de socialización una educación sentimental determinada, un modo de relacionarnos con nuestros cuerpos y con los de lxs otrxs, una forma de vincularnos con nuestra salud, de entender las relaciones, los afectos, de vivir las pasiones, los deseos, los placeres. Por supuesto, en el campo de la sexualidad como en otras esferas de la vida humana, los discursos están jerarquizados y algunos resultan hegemónicos en un momento y lugar dados. El debate para entonces no era si educación sexual sí o educación sexual no, sino qué educación sexual. Y podríamos arriesgar que el solo hecho de haber dado el debate supuso un movimiento de resistencia en condiciones históricas de disputarle el lugar a la perspectiva que hasta entonces había resultado dominante: la mirada cisheteropatriarcal.