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Abstract
El 19 de noviembre de 1819 se inauguró el Museo del Prado o, como entonces se le denominaba, el Museo Real de Pinturas, pues sus fondos procedían de las colecciones de los reyes de España. Fue uno de los primeros museos públicos que se crearon, siguiendo el modelo francés del Louvre, que abrió sus puertas el 11 de agosto de 1793, dos años después de que fuera aprobada su constitución por el entonces bisoño gobierno revolucionario de la República. De hecho, la creación de museos públicos fue una de las ideas más ardientemente promovidas por la Revolución francesa, ideas que luego fueron llevadas a la práctica por toda Europa gracias al Imperio napoleónico. Evidentemente, la invención del museo data de mucho más antiguo, como lo delata el propio término, que es una palabra griega que significa «lugar de las musas», o, en una interpretación más libre, algo así como «lugar de inspiración». En realidad, la idea de crear un museo es históricamente tan remota como la pasión humana por coleccionar o atesorar objetos, que se remonta a la misma noche de los tiempos. En todo caso, las colecciones toman forma como museos en la cultura occidental a partir, como otras cosas, de la antigua Grecia, pero se convierten en lo que son hoy aproximadamente desde el siglo xviii, cuando triunfan las ideas revolucionarias de la Ilustración, lo que explica que haya sido en nuestra época el gran momento de la proliferación infinita de este tipo de instituciones. Así pues, la clave distintiva de nuestros museos, respecto a todos los precedentes de los siglos anteriores, consiste no solo en su carácter público, sino, consecuentemente, en su finalidad educativa. En efecto, el nuevo Estado consideraba la educación y la cultura instrumentos primordiales para combatir la desigualdad social heredada, por lo que trató de que se universalizasen empleando todos los medios a su alcance, cada vez más poderosos. En este sentido, aunque las obras de arte, por su naturaleza suntuaria, resultaban comparativamente más difíciles de democratizar, los poderes públicos también se empeñaron en su promoción social a través precisamente de los museos. Estos no tenían necesariamente que estar dedicados al arte, pero los que sí lo estaban enseguida cobraron una mayor importancia y prestigio, tanto por el altísimo valor económico de esta clase de objetos, como por su ejemplar significación histórica que, además, reflejaba idealmente la identidad nacional de una colectividad, algo fundamental para el nuevo modelo de Estado que se estaba imponiendo en la naciente época contemporánea.