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Me quedé rascándome aquellas manchas de pocos milímetros cuyo color variaba del rojo al rosa blanquecino según la luz, el momento del día o lo hidratada o seca que tuviera la piel, hasta que me hice sangre. Reparé entonces en que no eran habones o granitos, como había pensado al principio, sino una superficie escamada. Las uñas habían quebrado las placas minúsculas, parecidas a la cicatriz de una herida, y habían provocado un sangrado leve. Unas gotas muy densas que se secaron enseguida y formaron una costra negra horrible que también me arranqué, dejando que sangrase otra vez. Rascar lo empeora todo, pero no hay quien se resista.