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El barbero daba siempre un libro a sus clientes que esperaban turno. De cuentos sobre barberos. Y mientras afeitaba al que estaba sentado en la silla, miraba la impresión que causaba el libro en el lector. Podía determinar según el gesto, en qué cuento estaba y, casi con certeza, la línea que leía. Cosas, en suma, que servían solo para alimentar un amor propio.