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Abstract
Como un cañón divide una cordillera en dos, mi infancia también tiene dos partes. Mejor dicho, hay dos maneras de verla. Una manera —la primera— es borrosa pero alegre. La otra es clara pero perturbadora. No sé cuál prefiero. Ambas oscurecen la verdad, pero a su modo. Sin duda, yo era un niño consentido, y lo sabía. Vivía con mi familia en una mansión de dos pisos estilo colonial, con un techo de tejas rojas, anchas paredes de adobe y una alberca en el patio de atrás. El piso era cerámico —de azulejos de Talavera— y mantenía fresca la casa durante los veranos calurosos. Extraño los ventanales ojivales y aún puedo sentir con el yelmo de mis dedos la textura de las cortinas de terciopelo oscuro.